No es la cigüeña
Conservo recuerdos de mis primeros años de vida; de esa etapa en la que hilos invisibles nos mantienen conectados aún al mundo sutil. Un sexto sentido nos hace percibir, no solo a través de la intuición, sucesos que los adultos terminamos perdiendo porque el pensamiento racional prima. Son momentos en los que coexisten la magia de otra realidad y la necesidad de conocer y comprender, llegando a poner en verdaderos aprietos a padres, hermanos mayores y a todos aquellos al alcance con varios años más que nosotros. Los porqués se hacen interminables.
Era una tarde clara, posiblemente, de verano. Estábamos sentadas sobre las camas varias amigas de infancia que vivíamos en la misma calle. Puedo verme perfectamente bien, con las piernas colgando. Tendría unos siete años. En el centro, de pie, seis años mayor, la encargada de trasmitir el notición.
– La cigüeña trae a los niños de París- dijo.
No recuerdo si dijo algo más o algunas hicieron preguntas: solo atendía a lo que sonaba en mi cabeza: «No es la cigüeña. Yo siempre he existido. Lo he vivido todo». La percepción no fue que toda mi existencia consistía en los siete años que tenía: todo lo que había ocurrido en el mundo, lo había vivido yo. Por aquel entonces, los conceptos de reencarnación o eternidad no formaban parte de mi vocabulario. Sin embargo, tuve la certeza de haber existido siempre.
Si comenté en casa la experiencia o entre nosotras, lo he olvidado. Pero la imagen me ha acompañado desde ese día; y conforme iba cumpliendo años más extraño me resultaba: ¿cómo es posible que tuviera esos pensamientos? ¿Por qué han seguido tan presentes? Lo más curioso es que cuando oí por primera vez en qué consistía la reencarnación no me hizo ninguna gracia: ¿seguir viniendo una y otra vez y para colmo partiendo de cero? En varias ocasiones discutí: ¿cómo puede ser si antes habían menos personas? ¿De dónde han salido las almas para una población muchísimo más numerosa? ¿Es que nunca vamos a descansar? Era pura rebeldía. No quería seguir viniendo, el mundo me parecía demasiado doloroso. «¡Quiero descansar ya!», me decía.
Ahora lo siento de forma muy distinta. Venimos a aprender y en una sola existencia no es posible experimentar todo lo que necesitamos para alcanzar la Sabiduría, la comprensión de lo que somos realmente. Por otro lado, los empeñados en querer culpar a Dios o a cualquier otro ente de todo lo que ocurre, se quedarían sin argumentos. Tampoco hay que culpar al karma. Y mucho menos hacer juicios de cómo serían las vidas anteriores si en la actual hay muchas dificultades, o qué he hecho para que Dios me castigue. ¿Qué necesito aprender para seguir evolucionando? ¿Cuál es el aprendizaje en mi existencia actual? ¿Quién soy yo? Cielo, infierno; buen karma, mal karma: nada como el miedo para manipular. No es que niegue la ley de causa y efecto; pero no veo acertado utilizarla para juzgar o para tener el consuelo de el que la hace, la paga; y conferir a Dios cualidades humanas, me pasma.
Cuando, por mi ansia de saber, fui descubriendo otras creencias, la que más me conmovió, y lo sigue haciendo, fue la de los bodhisattvas: iluminados que renuncian al estado de nirvana para ayudar a otros a iluminarse (según el principio tibetano).
No solo la cigüeña me llevó a encontrarme con la eternidad: tuve distintas experiencias, en otras ocasiones, que me iban confirmando que mi alma había vuelto una y otra vez.
Pero estas, para otros relatos.